Estar solo no es lo mismo que sentirse solo. Pero para muchos centennials, el simple hecho de quedarse sin ruido externo —sin música, sin redes, sin alguien al lado— se ha convertido en una de las experiencias más incómodas. No por aburrimiento, sino por algo más profundo: la incomodidad de estar cara a cara con uno mismo.
Vivimos en una era donde cada segundo puede llenarse. Podcasts para caminar, playlists para estudiar, reels para distraernos, alertas constantes que impiden el vacío. Y aunque estas herramientas son útiles, también han hecho que el silencio se vuelva un territorio extraño. Uno donde no hay filtros, ni likes, ni validación externa. Solo tú, contigo.
Este rechazo al silencio no es casual. Estar a solas significa escuchar los pensamientos que normalmente se callan con ruido. Inseguridades, pendientes emocionales, preguntas incómodas. Es el momento en que la mente deja de correr y empieza a hablar en serio. Y no todos estamos listos para escucharla.
Estudios han demostrado que muchas personas prefieren realizar tareas molestas, incluso recibir pequeñas descargas eléctricas, antes que permanecer en silencio durante más de 10 minutos. La mente sin distracciones se convierte en un espejo, y no siempre nos gusta lo que refleja.
Pero tal vez ese espejo es justo lo que necesitamos. Estar a solas no debería sentirse como castigo, sino como práctica. Como una pausa consciente para conocernos mejor, sin la presión de aparentar nada. Aprender a estar en silencio no es fácil, pero es parte del crecimiento emocional que muchas veces se posterga con excusas.
No se trata de renunciar a lo digital o romantizar la soledad. Se trata de recuperar la capacidad de estar presentes sin escapar. Porque el verdadero ruido no siempre viene de fuera; muchas veces nace del miedo a escucharnos de verdad.