En un contexto donde el acceso a la educación superior se ha convertido en un desafío económico más que en un derecho garantizado, es fundamental replantear el papel de la enseñanza pública en nuestra sociedad. La visión neoliberal ha transformado universidades y centros de formación profesional en productos de mercado, desplazando el enfoque de la educación como motor de igualdad hacia una lógica de rentabilidad.
El problema no radica solo en los altos costos de estudiar en instituciones privadas, sino en la creciente escasez de plazas en centros públicos. Esto obliga a muchas familias con recursos limitados a endeudarse o sacrificar su estabilidad económica para que sus hijos puedan continuar su formación. El resultado, en algunos casos, es devastador: una inversión económica considerable en centros que no siempre garantizan la calidad educativa necesaria ni el acceso a oportunidades reales en el mercado laboral.
Por eso, es urgente que las administraciones públicas refuercen su compromiso con una educación superior accesible, inclusiva y de calidad. Esto implica una financiación adecuada para las instituciones públicas, una exigencia de estándares mínimos para todos los centros —públicos y privados— y una apuesta decidida por la investigación como parte del desarrollo académico.
La educación no debe convertirse en un privilegio. Garantizar una formación profesional y universitaria de calidad, más allá del poder adquisitivo de cada familia, es apostar por una sociedad más justa, más preparada y más igualitaria. La educación no es un negocio; es un derecho.