En medio de un discurso que repite que “los jóvenes son el futuro”, se esconde una verdad incómoda: gran parte de la juventud actual vive en un presente marcado por la precariedad laboral, emocional y económica. No hablamos solo de la Generación Z o de los millennials tardíos. Hablamos de una generación que, más allá de etiquetas, comparte una misma realidad: la de crecer en un sistema que promete oportunidades, pero entrega frustración.

La llamada “generación precaria” ha normalizado vivir en constante incertidumbre. Acceder a una vivienda digna parece un sueño inalcanzable cuando los alquileres exigen más del 50% del ingreso mensual. Tener un empleo “estable” es una excepción, no una norma, y quienes recién egresan del mundo académico enfrentan un mercado que exige experiencia, pero solo ofrece prácticas no remuneradas.

A eso se suma la salud mental como eje invisible. La ansiedad, el insomnio y la fatiga emocional son el pan de cada día para miles de jóvenes que no encuentran espacio para crecer, ni seguridad para construir su vida. Muchos sobreviven a punta de antidepresivos, energéticos y suplementos vitamínicos que suplen carencias que no deberían existir: tiempo para descansar, comida saludable, estabilidad emocional y, sobre todo, esperanza.

En este contexto, hablar de progreso se siente vacío. Porque, ¿progreso para quién? Si seguimos invisibilizando a esta juventud precarizada, no habrá futuro que construir. Es momento de dejar de romantizar la resiliencia de una generación que, en realidad, está agotada. Lo que necesita no es motivación ni discursos de éxito: necesita condiciones reales para vivir con dignidad.