En los últimos años, la ansiedad entre adolescentes y jóvenes ha alcanzado niveles preocupantes. Aunque muchos señalan directamente al uso excesivo de pantallas como el principal culpable, la realidad es mucho más compleja. Sí, la tecnología ha transformado la forma en la que socializamos, pero no es el único factor detrás de este fenómeno creciente.

Desde edades tempranas, la interacción social se ha digitalizado. No es raro ver a niños reunidos con sus amigos, cada uno sumergido en su propio dispositivo, compartiendo espacio físico pero no emocional. Esta hiperconectividad paradójicamente ha generado un sentimiento de desconexión. El miedo a quedarse fuera de conversaciones, juegos o redes sociales genera una presión constante, pero también lo hace la necesidad de validación a través de likes y comentarios.

Además, otros factores estructurales influyen en esta epidemia silenciosa de ansiedad: la presión académica cada vez más intensa, un futuro laboral incierto, crisis climáticas constantes, y modelos de éxito poco realistas promovidos por influencers y medios digitales. A eso se suma la falta de espacios seguros para expresar emociones y el estigma que todavía existe alrededor de la salud mental.

No se trata de demonizar los móviles ni las redes sociales, sino de entender el contexto en el que crecen las nuevas generaciones. Necesitamos fomentar el pensamiento crítico, la educación emocional y el equilibrio digital para ayudar a los jóvenes a navegar este mundo hiperconectado sin perderse en él.

La ansiedad juvenil no tiene una sola causa. Es el resultado de una mezcla de tecnología, presión social, incertidumbre y falta de herramientas emocionales. Comprender este panorama es el primer paso para construir soluciones reales y sostenibles.